
Soñé con un aula de configuración libre, un aula moderna, con un diseño irregular, en el que las mesas de los alumnos no resultaban alineadas en filas y columnas, al estilo tradicional. Era un aula preparada para dar una clase a niños de 10 y 11 años, en su mayoría, un aula de Primaria.
En mi sueño, frente a mí se colocaban en la disposición de los maestros músicos de una orquesta, dos o tres filas mal alineadas, unos 20 alumnos. A mi izquierda había una columna sobre la que se apoyaba una estantería con libros y material escolar que no podía ponerse en ningún otro sitio, y que me quitaba la visión de otros alumnos, colocados como en una prolongación de los que yo tenía delante. El conjunto de mis oyentes quedaba distribuido al estilo de un pasillo, y por el lado izquierdo se agrupaban casi tantos como frente a mi, pero yo no podía verlos a todos. Eso no me desanimó en absoluto para confiar en que todos ellos seguirían mi clase con gusto y con atención. Pensaba dar una clase bien interesante y motivadora.
Quería inducirlos a leer en sus libros de texto unos párrafos apenas, en los que se expresaba de forma teórica algo que ya habían experimentado directamente, para propiciar la comprensión lectora, para llevarlos al descubrimiento de que en el libro se podía encontrar un reflejo de la vida, de la realidad, y comprenderla mejor incluso que con la pura y mera experiencia. El plan era dirigirme a todo el grupo desde mi lugar, pero moviéndome entre ellos y sobre todo acercándome a los que no podía ver, para disponer su atención a la tarea, y una vez lograda esa actitud receptiva, iniciar yo misma la lectura de los textos, animándoles gestualmente a sumarse a mí, y señalando repetidamente a los que habían realizado la experiencia previamente, para que con su réplica gestual confirmasen la buena marcha de la lectura comprensiva. Ellos iban a ser mis apoyos en ese objetivo. Así les daría protagonismo y la oportunidad de comentar después la relación entre su experiencia y lo expresado en los textos. Un plan perfecto. Los protagonistas rotarían por todo el grupo a lo largo de los días y todos tendrían su oportunidad.
Pero sucedió que apenas había tomado en mis manos un ejemplar del libro citado, cuando hube de reparar en la actitud de algunos de los alumnos, que se dejaban caer en sus sillas como si fuesen divanes confortables, y que no tenían en sus mesas material de trabajo ninguno. Quise animar a tomar el control de su postura a los que estaban más próximos a mi, y al acercarme a ellos vi que entre los que estaban en el rincón izquierdo, la cosa era aún más grave: La diversidad cultural y el bajo nivel de integración social era patente en sus caras y sus talantes, varias parejas hablaban y reían entre sí, ajenos a todo su contexto, y una niña rubia, larga y espigada, de rasgos caucásicos, se había sentado en cuclillas sobre la mesa, en actitud desafiante, además de que casi ninguna de las mesas tenía libros, y a unos cuantos les faltaba hasta la mochila.
En mi sueño no era posible formular palabras claras e inteligibles, pero yo mantenía las actitudes que consideraba idóneas con cada uno, y mi frustración crecía al comprobar que no surtía ningún efecto positivo: su réplica era la indiferencia, el fastidio, la impaciencia por deshacerse de mí. La niña que se había subido a la mesa, en cuanto la encaré, adoptó una actitud mártir y condescendiente, agotadora, víctima de «aquella pantomima de clase», con una suficiencia manipuladora que hacía las delicias de sus compañeros. Parecían adolescentes de mis tiempos, aunque a todos les faltaban 4 o 5 años para llegar a ese momento de sus vidas.
Los minutos pasaban sin que yo fuera capaz de establecer siquiera el clima inicial necesario para comenzar mi clase, y en ese proceso de derrota comprobaba con angustia que los alumnos se iban sumando uno a uno al frente de oposición, con más o menos alboroto y apatía, a partes iguales. Mi angustia llegó a tal límite, que me desperté.
No sé si los maestros de Primaria vivirán situaciones que les provoquen este estado de angustia con frecuencia, pero estoy segura de que saben a qué me refiero, y lo han conocido en su mayoría, por lo menos alguna vez, y no precisamente en sueños.
Y no sé si habrá alguien tan ingenuo que piense que para animar a los alumnos a ser activos protagonistas de su aprendizaje, para motivarles, será muy significativo el espacio físico en el que se desarrolle la enseñanza. No niego que la clase tradicional establece un «orden» que es preciso superar, para poner al profesor en un nivel más accesible, y dar a los alumnos un ambiente de protagonismo, pero sin duda esto no será suficiente.
Si no se capacita a los profesores y equipos directivos para prevenir estas situaciones desde los primeros cursos de la escolaridad, la llegada a la pubertad vendrá acompañada de la inevitable variedad cultural y social, de manera que la tarea, no ya de enseñarles, sino de integrarlos y educarlos, será mucho más difícil.
Esa capacitación es la piedra angular de todo el armazón educativo, y mientras eso no se tome en serio desde los despachos de la Administración y la Política, no saldremos adelante. Ni como Escuela, ni como País.
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