SOBRE EL CURRÍCULO ESENCIAL

 

Leyendo el artículo de Enrique Díez en El diario de Educación, y los enlaces que contiene, me veo impelida a reforzar la promoción de mi libro. Concretamente el capítulo y epígrafe en el que hablaba de los contenidos MÍNIMOS. He aquí el enlace al artículo: 

Currículum esencial: ¿qué necesitan aprender nuestros jóvenes?

Y he aquí extractos del capítulo de mi libro, (¡escrito en 2006! )en el que abordo este asunto: 

<<Contenidos mínimos, enseñanzas comunes y errores básicos.

En principio se denominan contenidos mínimos a aquellos conocimientos y desarrollos personales que se exigen a un alumno cualquiera para que pueda promocionar el curso en el que está matriculado.
Sin embargo, considerando que esos contenidos mínimos los establece la Administración competente, y que en esta materia lo son las Comunidades Autónomas, se da la posibilidad de que lo que establecen unas y otras no coincida.
Esa posibilidad, pues, se transforma en un riesgo para la futura relación de los alumnos de cada Comunidad con las restantes, cuyos planes de estudios no han sido iguales al suyo.
Por esta razón, un sector considerable de los profesionales y políticos introducen el concepto de enseñanzas comunes, con el cual quieren garantizar la uniformidad de los estudios de todos los españoles, en lo que a educación básica se refiere.
Todas las materias deben tener unos grados de desarrollo equivalentes en progresión a lo largo de los cursos, para conseguir que todos los alumnos estén igualmente formados a una edad determinada. Pero en este punto del debate se hacen especialmente sensibles los llamados en Primaria Conocimiento del Medio y en Secundaria la Geografía y la Historia. Se corre el riesgo de que los niños gallegos ignoren la rica historia de la presencia árabe en Andalucía o que los mallorquines desconozcan a Don Pelayo y su gesta de inicio de la Reconquista. Igualmente se considera injustificable que los madrileños piensen que Galdós nació en la capital del Estado, mientras que los canarios no puedan situar correctamente la desembocadura del Ebro.
Personalmente considero que estos “desajustes” en el conocimiento de nuestros alumnos son lamentables. Sin embargo, dada la precariedad de la educación que demuestran, los considero males menores:
No importa cuánto tiempo se requiera para realizar actividades que enseñen a los niños a solucionar sus discrepancias – naturales e inevitables – de forma civilizada; cuánto haya que dedicar a que experimenten la colaboración no sexista en sus juegos y proyectos de estudio; cuánto a que no se dejen engañar
por los mensajes publicitarios que los utilizan como posibles consumidores; cuánto a prevenir su búsqueda de emociones “intensas” por caminos poco saludables (alcohol, drogas, “bullying”, etc.); cuánto a desarrollar su inteligencia emocional para potenciar su éxito personal y laboral; cuánto a darles una educación sexual-sentimental básica pero eficaz (que les ayude a la hora de “la verdad” con algo más que conocimientos de fisiología fundamental de los órganos reproductores y rudimentos sobre epidemiología venérea); cuánto a despertar su conciencia cívica y sus actitudes democráticas enseñándoles a compartir y a discrepar; cuánto a darles la educación física conducente al conocimiento de su propio cuerpo y sus posibilidades atléticas o deportivas en un contexto de educación para la salud y la lucha por la propia superación; cuánto a inculcar buenos hábitos alimenticios; cuánto a desarrollar sus
destrezas intelectuales, su control sobre las nuevas tecnologías, etc., lo cierto es que en la escuela real de cada día no se puede buscar tiempo para todo eso y como consecuencia no disponer del suficiente para instruirles con los “contenidos mínimos” o las “enseñanzas comunes”.


Que la cantidad de conocimientos que se piden teóricamente a los alumnos es abundante es algo fácil de constatar: Invito al lector a hacerse con las páginas de índice de todas las materias que ha de estudiar un alumno de 4º de E.S.O. y aun de 3º o 2º y “calibrar” la cantidad de conocimientos que encierran todos esos libros. La cantidad de contenidos “mínimos” o “comunes” es ingente. Y no hablemos del Bachillerato.
La pugna que sostienen los diferentes Departamentos Didácticos por hacerse un hueco suficiente en el horario lectivo es una batalla perdida de antemano para cualquiera de ellos, porque las leyes y reglamentos determinan su distribución, pero no por ello mengua un ápice. Se traslada a la exigencia de tiempo de estudio y realización de ejercicios en casa, casi tanto de profesores como de alumnos, olvidando la capacidad de asimilación limitada de éstos y dando por sentado que los padres tendrán que implicarse en esta misión.
Entretanto, los criterios de evaluación de los sistemas escolares – y los objetivos de formación básica como ciudadanos del futuro -, que se imponen en ámbitos europeos y mundiales, formulados como “competencias” del alumnado (lo que saben hacer con sus aprendizajes y cómo aplicarlo a la vida real) al margen de los planes de estudio estatales, son mayoritariamente ignorados por el cuerpo docente, y las destrezas intelectuales que implican dichas competencias son percibidas sólo como un “valor añadido” del conocimiento erudito.

Y basta ser mínimamente realista con respecto a la incorporación de la mujer en el mundo laboral y sus consecuencias sobre la vieja estructura familiar, para comprender que esa tarea educativa no puede seguir dejándose en manos de los padres como antaño, sino que ahora requiere la colaboración y aun de la pauta básica por parte de la escuela, la entidad educadora por tradición, y sobre todo, por profesión.
De hecho, como vimos al comienzo del análisis, los profesores se quejan de la poca base de “educación” con la que los alumnos llegan a sus aulas,  y a su vez los padres confían en que sus hijos serán educados por los profesores, y no sólo instruidos en materias de estudio sino en actitudes y aptitudes útiles para la vida. Pero parece que no hay quien se ocupe de esto, ya que todos los adultos están ocupados en otras labores.
Unos y otros se mantienen, sin embargo, asombrosamente fieles a la creencia de que lo que tradicionalmente ha sido competencia de la escuela (la instrucción) es también la piedra angular de la educación.
Y como reflejo de lo que creen unos y otros, los políticos adoptan la misma perspectiva. No en vano los sistemas escolares se denominan habitualmente como “sistemas educativos”. Y ello pese al clamoroso fracaso que han demostrado como organismos educativos cuando la familia ha claudicado de su responsabilidad en ese sentido.
Y pese a que en la definición del currículum, entendido como compendio de conocimientos, se reflejan las tensiones políticas propias de un Estado configurado en Autonomías, cuyos responsables no comparten criterios sobre el carácter local, regional, nacional o estatal que debe inspirar todo el proceso educativo.

Actualmente estas materias tradicionales no sólo han visto cómo su atractivo se degrada por el utilitarismo social, sino que la inversión de tiempo y energía que requieren tanto de profesores como de alumnos suponen un obstáculo para el desarrollo de las tareas propias de la “educación”.
Puede parecer que estoy abogando por la supresión de las tradicionales asignaturas a favor de una dedicación intensiva a tareas de carácter más educativo que instructivo, pero, como he explicado en otro momento, considero que no se trata de eliminarlas sino de utilizarlas como plataforma o sustrato sobre el que desarrollar las destrezas intelectuales, y de poner el máximo énfasis en este aspecto, por encima de la erudición volátil que hoy en día cultivamos preferentemente como baremo para la promoción de curso.

Y no es suficiente (los hechos lo demuestran) con que en la normativa legal (como hemos visto) se incluyan indicaciones de carácter pedagógico sobre los métodos y los objetivos profesionales de los docentes. Eso no convierte a los profesores en formadores-educadores, por más que ellos intenten poner su disciplina al servicio de tal objetivo.
No, mientras sigamos engañándonos acerca de cuál es el objetivo real (la “instrucción” o erudición) que se persigue – por “Decreto” y por costumbre – en nuestras aulas, mientras en los debates tanto privados como públicos siga siendo un punto crucial establecer cuáles son las enseñanzas mínimas, o incluso si
éstas deben ser “mínimas” o “comunes”.

No si, como dije en otro momento, los profesores universitarios continúan reclamando que el “nivel” de conocimientos con que sus alumnos llegan a sus aulas sea más elevado de lo que es, y el prestigio de los centros de Secundaria pasa por conseguir el más alto nivel de erudición para sus alumnos. 

Nuestro sistema escolar (y los de muchos otros países) está siendo urgido por las evidencias a dedicarse más a la educación y a la formación,  pero su “causa” sigue siendo la instrucción. Y lo que es más, se proclama la instrucción (aunque bajo el nombre de “educación”, claro está) como medio para erradicar las desigualdades sociales, en tanto la educación espera su turno para ejercer el protagonismo que realmente le corresponde en ese empeño.

Tal vez convendría redefinir el objetivo y la utilidad social de la profesión docente, con arreglo a los objetivos que hemos venido trazando para el alumno.>>

 


          

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