APORTACIONES AL DEBATE SOBRE LOS CONTENIDOS EN EL CURRÍCULO
El post del blog DISCU(R)SIONES de José Almeida, CONTRA EL DESPRECIO DEL CONOCIMIENTO, publicado el 3 de marzo de 2017, está de nuevo rodando por las redes, y
condensa, entre lo que dice el autor y lo que comentan sus lectores, toda la polémica
que se vive en el mundo docente, con la aportación de padres y exalumnos que
remata el conjunto. Vamos por partes.
Para
empezar, el Sr. Almeida se queja de la actual prevalencia de modelos sociales
de éxito que no conllevan conocimientos ni formación, y de la pérdida de valor
que sufre el saber en general. En eso estoy de acuerdo. En el mismo
párrafo, y aludiendo ya directamente a sus colegas, o a los “pedagogos”
oficiales con sus “nuevas teorías” afirma que éstos denuestan la “transmisión
de conocimientos” (así, sin matices) y expresa directamente su opinión de
que esa transmisión de conocimientos es “la única manera de ser leales con las
nuevas generaciones para que puedan matizar su natural adanismo adolescente”,
con la comprensión de historias y la aportación de soluciones para la realidad
problemática y difícil que la humanidad ha
vivido y sufrido antes de que los alumnos vinieran al mundo, en definitiva, para
ofrecerles el valor de la experiencia como una herramienta para su propia vida.
Aunque estoy de acuerdo también en que el valor de la experiencia se debe
incorporar como un elemento educativo, y hay que ofrecérselo a los estudiantes,
no veo que eso implique la identificación de “experiencia” con “conocimientos”,
y mucho menos que la transmisión de éstos sea la única forma de ser leales con
las generaciones de estudiantes. No es lo mismo conocer la historia de la
experiencia humana (es ilustrativa y ejemplarizante) que la experimentación de las
soluciones a los problemas y dificultades de la vida actual de los alumnos, y
su asimilación de la historia como un “conocimiento” se le parece todavía
menos.
Después
de esto, y para acometer contra la corriente que promueve basar el aprendizaje
en el desarrollo de la creatividad, Almeida explica que, al llegar a la
adolescencia, no es educativo ni ético prolongar esa etapa infantil en la que “se
le aplaude de manera exagerada” al niño cualquier actividad supuestamente
artística u ocurrencia inesperada. No aclara el autor si se refiere a lo que
hacen los niños con sus pinturas, con sus representaciones teatrales, sus
plastilinas, su flauta o sus palitos de madera. Más adelante dirá que “nadie
sabe exactamente qué significa potenciar la creatividad ni qué resultado real
se obtiene con ello”. Yo creo que el
que no acaba de comprender qué es la creatividad, y la constriñe al ámbito
artístico, es él.
Pero
decía que iríamos por partes, de modo que sigamos el hilo del post. De momento,
y después de esta diatriba contra la creatividad de la infancia y su excesiva
celebración por parte de los padres, el autor pasa directamente a decir que
estos padres han confundido a sus hijos con genios y lumbreras, cerrando sus
ojos a la realidad de sus carencias y limitaciones, y convirtiéndolos en juguetes
emocionales, porque ellos mismos (los padres) no son personas preparadas para
soportar contratiempos, ni para sí mismos ni mucho menos para sus hijos. En mi
opinión, esta clase de personas existen, pero no son fruto de la pedagogía que él
aborrece, porque las ha habido toda la vida, son los niños mimados, niños de
mamá, niños «malcriados”, caprichosos y consentidos, que como él dice, no
aguantan un revés de la vida sin venirse abajo. Siempre han existido, y también
en eso tiene razón, siempre han sido mayoritariamente miembros de la clase “pija”,
que ha “comprado” los títulos académicos de sus hijos cuando le ha venido en
gana y se le ha puesto ahí. Estas personas hacen mucho daño a sus hijos, y
estorban mucho la verdadera educación, pero no son de ahora, son de toda la
vida, son los primeros que se escolarizaron antes de que la enseñanza fuera
universal y gratuita, cuando sólo se ocupaban de ella las órdenes religiosas y
cuatro “locos” con ganas de cambiar el mundo. Y los buenos maestros siempre han
sabido “neutralizar” a estos padres.
A
renglón seguido, dice en este contexto el Sr. Almeida, que es de ese sector de
padres de donde ha salido “la ridícula y sonrojante campaña antideberes”
que encuentra eco rápidamente en altavoces mediáticos financiados por el sector
privado “ansioso por aumentar sus beneficios en el apetitoso ámbito de la educación
reglada”, y se pregunta también retóricamente por qué nunca están en el debate
sobre los “deberes” los padres de las clases populares, cuyos hijos considera
que serían los más perjudicados si lograran sus reivindicaciones antideberes
los ”pijopadres” (así los llama). Yo creo que aquí empiezan a
juntarse churras con merinas, pero, en fin, ese no es el problema principal.
Porque estoy de acuerdo en que los intereses del capital privado en la
educación no son buen augurio nunca, y es sospechoso que se pongan siempre a
favor de las ideas “populistas de alto standing” (digámoslo así) para
satisfacer sus caprichos de malcriados, con pingües beneficios. No parece -no
es- esperanzador ver cómo la ética de una escuela y su calidad educativa se
ponen al servicio del que tiene dinero, y estoy de acuerdo también en que los
más desfavorecidos no deberían carecer de representación en éstos ni en ningún
debate. Pero eso no significa que la práctica de los deberes como una tradición
de nuestra escuela no merezca una revisión a fondo, y no porque haya que
permitir que los alumnos aprueben y pasen los cursos sin esfuerzo, sino porque
los deberes, en un 99% de los casos, no son exactamente eso, ESFUERZO, sino que
son un absurdo y contraproducente SACRIFICIO. Y no es lo mismo. Valgan para
ilustrar esta idea los comentarios de algunos lectores del post, que describen
su experiencia escolar con auténtica frustración.
Lo
siguiente es un largo párrafo, en el que Almeida describe el triste espectáculo
que a su entender ofrecen los profesores “onanistas” que se inscriben en
sucesivos cursos de formación para dominar las técnicas pedagógicas proclamadas
por los modernos gurús, conferenciantes y seguidores asiduos de TED. Según
Almeida, estos profesores hacen toda clase de cosas chocantes y atrabiliarias
para un contexto docente clásico, con el afán de “motivar” a sus alumnos, en
aras de la “empatía” y para fomentar la dichosa “creatividad”. Dice Almeida que
son en general actuaciones patéticas y sin sentido, tan inútiles como
ridículas, y que los primeros críticos son los propios alumnos, que pierden el
respeto a estos profesores tan “innovadores” riéndose de ellos a sus
espaldas. Yo lo creo a pies
juntillas. Ha de ser digno de lástima un profesor que está haciendo de todo
menos transmitir conocimiento. Pero digo CONOCIMIENTO, no conocimientos. No sé
si se me entiende el matiz. Poco a poco… Lo más llamativo de este párrafo, sin embargo,
es el final, porque ahí, en contradicción con una frase que el autor ha puesto
antes en negrita, para resaltarla como idea clave de todo su ardor combativo (“en
el día a día del aula es tremendamente complicado hacerlo bien”) admite que tal
vez la labor de estos profesores tenga algún efecto sobre los alumnos, pero
sugiere que en ese caso, no sería por la aplicación de sus técnicas pedagógicas
innovadoras, sino por el carisma que ellos mismos poseen, de modo que lo que
realmente trasciende es el carácter del profesor, y no lo que hace en
clase. Ahora empiezo yo a sospechar que es así precisamente en su caso. Él mismo
tiene ese carácter trascendente frente a sus alumnos, y es gracias a eso a lo
que sus viejos métodos no resultan fatalmente nefastos.
Sigamos
avanzando. Lo que viene ahora es un desprecio abierto hacia las formulaciones
usadas por la periodista Ana Torres Menárguez en la sección de Economía (esta
ubicación en el diario le parece muy reveladora al Sr. Almeida) de El País y
del ABC, para resumir y describir las nuevas tendencias pedagógicas.
A Almeida le parecen afirmaciones idiotas, insensateces sin valor, y lo dice
sin ambages. Aporta una selección de titulares de este cariz: “El profesor del
siglo XXI tiene que enseñar lo que no sabe” y afirma que con estas “ensoñaciones
intelectualmente propias del realismo mágico” no se van a resolver en absoluto
las lagunas que tiene el sistema educativo que él defiende y a su vez describe
como una “docencia realista y pragmática que tiene resultados y que ha
permitido posibilidades de futuro a miles de alumnos”. Detrás de todo ese afán
renovador, se esconde según él, el último intento del sector privado por dirigir
y capitalizar la “modernización” pedagógica de nuestras aulas y nuestros
profesores.
En
mi opinión, Almeida vuelve a mezclar churras con merinas y lo hace, además,
desde la trinchera de la agresión y la descalificación de quien no sigue sus
métodos. Es cierto (una vez más comparto con él algunas ideas) que esos
titulares de impacto que la periodista de El País utiliza, lo son porque
expresan ideas igualmente radicales y totalmente “comerciales”. Incluso puede
ser cierto que los periodistas (y algunos profesionales de la docencia también)
expresan ideas que en realidad no entienden en profundidad, de modo que el
resultado es cuando menos una colección de “boutades” acerca del verdadero sentido
de la educación del futuro. Pero no es menos cierto que el futuro se presenta
muy distinto a nuestro pasado, cuando esa escuela que transmitía conocimientos
encerraba por ese hecho mismo, el CONOCIMIENTO. Ya no es así en el presente. La
enorme diversidad de conocimientos que actualmente se aplican al desarrollo
económico y están fuera del currículo, junto con la innegable revolución en los
modos de vida que ha supuesto Internet, obliga a replantearse la tarea docente,
tal vez en principio no por abandonar las formas y valores de los antiguos
métodos, pero sí por actualizar los contenidos.
Y
ahora viene otro largo párrafo escrito desde la trinchera. De nuevo el Sr.
Almeida arremete con un par de técnicas pedagógicas que le parecen absurdas e
ineficaces (curiosamente en el caso del Aprendizaje Basado en Proyectos afirma
que no tiene utilidad porque no se dispone de tiempo para aplicarlo en cada
materia, lo cual es tanto como admitir que la necesidad de transformar TODA la
dinámica de horarios, materias, grupos y clases ni se le pasa por la cabeza)
y a continuación hace su declaración de hostilidades en negrita: “pero en
estos tiempos oscuros resulta fundamental posicionarse y defender con enorme
firmeza la importancia de los contenidos”. Ya está. A partir de ahí, el
profesor se pertrecha de sus conocimientos y se atrinchera en las clases a la
vieja usanza. Atribuye una inevitable cuota de fracaso diario a la falta de
motivación intrínseca de algunos de sus alumnos, asumiendo esa cuota de fracaso
como algo que él tiene que sufrir, pero de lo que no es responsable en
absoluto, porque de hecho cuenta en su descargo con la realidad de un contexto
socioeconómico y familiar que envuelve la vida del alumno (ya lo ha dicho
antes, el Sr. Almeida no “culpa” a sus alumnos sin motivación, porque el Sr.
Almeida sufre también como profesor esforzado que es “los recortes, los
aumentos de ratios y la segregación sociológica que provocan programas como el
bilingüismo en Madrid”). Nadie le podría negar al Sr. Almeida que esa realidad
sociológica existe y que en efecto determina injustamente el resultado académico
de los alumnos. Nadie podría negarle que las medidas adoptadas por los
políticos responsables de “administrar” la educación son la mayoría de las
veces errores descomunales con los que fingen preocuparse de la educación
personas que carecen de ella. El ejemplo de la enseñanza bilingüe en Madrid es
palmario. Los niños que no llegaban a comprender conceptos incluidos en su
componente curricular “contenidos” en español, pasan a recibir la enseñanza
para comprenderlos, en inglés. Es la ceremonia de la confusión, y la
consagración de la estupidez, porque tampoco esa puerta de atrás al idioma extranjero
los lleva a aprenderlo con eficacia. Un desastre que por cierto se vive con
dramatismo en las casas de muchos de esos niños cada tarde al hacer los “deberes”.
Precisamente es más dramático en los ambientes sociales de las clases
populares, donde los padres no pueden auxiliar a sus hijos en esos deberes en
inglés, ahora menos que antes, cuando lo intentaban en español.
Esa
desigualdad social y cultural espolea al profesor Almeida, que cargado de buena
voluntad, se apresta a cerrar filas en pro de una enseñanza honesta, sincera,
sin trampas ni engaños, a todos sus alumnos, como un buen militante de la
escuela tradicional, armado de sus contenidos y lleno de entusiasmo para trasmitirlos.
Se nota su franqueza y disposición, porque finaliza su escrito con un deseo
esperanzado de que sus alumnos le recuerden con cariño, como alguien que les dio
no sólo lo mejor que tenía cuando fue su profesor, sino lo que ellos
necesitaban de verdad en aquel momento: el conocimiento, los conocimientos, el
saber para desarrollar un pensamiento crítico.
Nada
de innovación pedagógica, nada de prácticas ilusionistas, nada de tonterías
engañosas, la verdad pura y dura de los contenidos, de los contenidos, de los
contenidos.
Definitivamente
apuesto por el carisma educativo del Sr. Almeida. Su personalidad es clara y
firme. Sus conocimientos le sustentan y su integridad está fuera de duda. ESA
es la clave de su eficacia. Pero comete a mi juicio un error de perspectiva al
analizar el conjunto del sistema educativo, sus fuerzas y sus flaquezas, sólo
desde una posición a la defensiva, desde su trinchera. Esa trinchera le resta
visibilidad. El hecho de que en las tendencias de la nueva pedagogía (que no es
nueva en absoluto, además) se ponga en cuestión la preponderancia de los
contenidos, le amenaza y le inquieta, de modo que se defiende con un refuerzo
del valor de los contenidos, a costa de una adaptación al cambio de los
tiempos, pero lo más grave, a costa de seguir asumiendo una cuota de fracaso
escolar que él atribuye sólo al medio social. Y para descargar la posible culpa
por su inhibición, atribuye a los causantes de ese medio social injusto y
desigual una finalidad oculta (el negocio de privatizar la enseñanza) que
también es según él la que promueve la innovación pedagógica.
En
los comentarios al post hay una primera serie que los seguidores del blog
hicieron cuando el Sr. Almeida publicó este post, en 2017, pero hay también del
2018 y un par de ellos bien recientes, de marzo de 2021, que demuestran la
vigencia del debate.
De
los que están a favor del post (21 en total a fecha 30 de marzo de 2021)
obtuvieron una respuesta de agradecimiento por parte del profesor 8 en su
momento, y de los que están en contra o replican matizando su opinión, que
fueron en su día 8, sólo recibieron respuesta en su momento 2 de ellos. Uno, exalumno
frustrado y prolijo en la narración de su experiencia escolar, recibió una
amonestación del Sr. Almeida, en el sentido de que el “aborrecimiento” que
manifestaba por los libros no se lo puede achacar a la mala enseñanza que
recibió, sino a su falta de esfuerzo, y le encara una postura intransigente con
la contundencia que le ha caracterizado en todo su escrito: la exigencia de esfuerzo
es innegociable. El otro comentario lo dirige a un lector que le ha respondido
con equilibrio y ponderación, sin admitir extremos, y promoviendo el uso
combinado de distintos métodos pedagógicos, tanto tradicionales como
innovadores, para cada caso y momento pertinentes. En esa respuesta, el Sr. Almeida
aclara que la finalidad de su post era “reivindicar que todo eso (se refiere a las
diversas estrategias pedagógicas) debe estar al servicio del aprendizaje final
de unos contenidos, de unos saberes, de un conocimiento básico. Que no basta
con conseguir “la felicidad” o adquirir unas competencias básicas sustentadas
en el vacío.
En
mi libro “La enseñanza utópica. Una filosofía de la educación” ya expuse mi
postura en el debate, considerando los puntos de vista de todos los implicados
en el hecho educativo, con respeto y con crítica a partes iguales, pero además
sugería una solución intermedia al problema, que, valorando los contenidos
clásicos de la escuela, los enfocaba como sustratos para el entrenamiento en
técnicas de estudio, asimilación, memoria, síntesis, etc. de los alumnos, pasando de ser un fin en sí
mismos a ser una valiosa herramienta para el verdadero fin: el desarrollo consciente
de las aptitudes intelectuales. Lo que se practica en la escuela tradicional
que propugna el Sr. Almeida con respecto a los contenidos es como considerar el
conocimiento de las propiedades químico-físicas de la plastilina un fin en sí
mismo, que el alumno debe saber y reproducir para aprobar, pero no potenciar el
uso creativo y consciente de esa plastilina. Tal vez muy interesante para los
eruditos, pero me temo que bastante absurdo para los estudiantes.
En
esa línea trataré de extenderme en futuros post de mi propio blog.