Hoy he tenido una experiencia inusual. He visitado una Residencia y Centro de día para personas gravemente afectadas de discapacidad intelectual, adultas. Soy colega de titulación, que no de profesión, de su director, que me invitó a conocer su realidad laboral, su proyecto educativo. Ambos somos pedagogos. En esa titulación, como digo, se pueden anidar no sólo dos, sino varias profesiones diferentes, con carreras dispares, y contextos laborales opuestos, diversos, algunos de ellos insospechados para el común de los ciudadanos.
Y la experiencia de hoy se merece una reflexión. Quiero hacerla ahora, cuando aún guardo en la retina y en el tímpano lo que he visto y oído. Lo primero, y lo digo ya, para seguir con los sentidos, es que mi pituitaria no se ha percatado de ningún olor. La Residencia no huele a nada. Será necesario entrar en su cocina, meterse entre los fogones y olfatear los guisos para tener una reacción en ese sentido, pero, en contra de lo que suele suceder en otras Residencias, no ya de afectados por la discapacidad intelectual, sino por la decrepitud que conllevan los muchos años y desvalimiento que padecen muchos mayores acogidos en instituciones, no huele en las habitaciones de los residentes, ni a detergente, ni a ambientador, ni a orines secos en pañales, ni a lejías o desinfectantes… no huele a nada. Y se agradece porque empieza así a parecerse a un hogar.
Tampoco se oyen los característicos gemidos o lamentos ocasionales o repetitivos que cabría esperar, emitidos por alguien que, a su manera, pide atención o solución a su incomodidad, real o imaginaria. Todo el mundo está tranquilo, cada uno a lo suyo, los trabajadores hablan entre sí con tono naturalmente bajo, los residentes se mantienen en silencio o hablan con quien les interpela, también en tono natural y tranquilo.
La Residencia es un prodigio de armonía. Y no es porque allí todos estén postrados en sus camas, sillones, sillas de ruedas, butacas o pufs, que de todo hay. No. Es que todos están haciendo algo, y lo hacen tranquilos. Cada uno alcanza su límite de posibilidades en lo que hace. Cuando llega la hora de comer, en los cuatro hogares en que está estructurada la Residencia, se reúnen en torno a mesas de cuatro o cinco personas, y esperan a las cuidadoras que les traerán sus platos. En ese momento, al pasar yo con su director por el pasillo entre las mesas, uno de los residentes, que los viernes sale con su familia y vuelve los domingos, me identifica como alguien “extraño” a la Residencia, y en la identificación que hace de mí como perteneciente al mundo exterior, asocia lo que para él es el exterior: su casa. Entonces me tiende la mano, para que le haga un “chócala” y levanta la voz, contento porque se la devuelvo, diciendo “CASDHA” o sea, CASA. Ha acertado. Yo he comprendido que eso es lo que le ha ocurrido, no que él quisiera decirme a mí que deseaba en ese momento IR A SU CASA. Porque no ha insistido más. Sólo quería saludarme.
Otra residente se afanaba en repartir los vasos a todos, y se ratificaba ufana en el comentario de mi colega, su director, de que “sin ella no se sabe qué sería de todo aquello”. Estaba también contenta y satisfecha de sí misma. Las bromas y saludos del director a todos ellos eran celebradas y comprendidas por todos con risas. —Tú vas a estar hoy sin respirar por lo menos dos horas— o —Hoy os vais a quedar todos sin comer—. La relación que este pedagogo ha establecido con sus residentes es inmejorable.
Fruto de sus iniciativas, de su concepción pedagógica del trato que se merecen sus residentes, es el constante proceso de superación y mejora en la calidad de vida, en el fortalecimiento de la identidad personal de sus huéspedes, en el incremento lento, pero incesante, de la capacidad de todos y cada uno por disponer de forma autónoma de recursos para ser felices, mejores, más dignos de respeto y más satisfechos de sí mismos.
Por los pasillos, que disponen de las características barras pasamanos en todas las paredes, hace su recorrido perimetral de toda la planta baja, con origen y destino en su propia habitación, un residente que, además de discapacidad intelectual, padece sordoceguera. Cuando ingresó en la Residencia, su vida consistía en estar postrado en un sillón o en una cama, así fuera de día o de noche. Ahora tiene organizadas las rutinas de todas sus horas de vigilia con actividades que él mismo identifica por medio de los objetos que se ordenan en su estantería privada, a los que acude con la ayuda de su educadora, su psicóloga, su monitor de la ONCE, todos ellos coordinados en el mismo objetivo: cada objeto le informa, a través del tacto, de la actividad que toca en un momento concreto: un mango de ducha, para ir al aseo, una sillita, para ir al descanso, una cuchara, para ir a comer, otra, más adelante, en otra casilla, para ir a cenar, una caja de plástico con una pieza grande de Lego, para ir a hacer trabajos en la sala de actividades, y así hasta llegar a un pequeño cojín, que significa la vuelta a la cama para dormir. Cuando yo me crucé con él, se ejercitaba en andar cogiéndose con ambas manos en los pasamanos y controlando el número de puertas por las que va recorriendo su camino. Está en forma. Pronto, todos los que puedan hacerlo retomarán una actividad que la pandemia de Covid-19 les obligó a interrumpir: el contacto con caballos, que en la localidad es muy accesible, y que les reporta un bienestar y desarrollo sensorial sin igual.
Sólo con ver y oír lo que hasta aquí he descrito, uno comprende que aquello debe tener algún truco, algún secreto arte de la gestión de los recursos, el personal, las estrategias de planificación…
Pues bien, si se miran con cuidado, se pueden apreciar detalles: todas las puertas de habitaciones tienen unos marquitos con las fotos de sus ocupantes, en las que figura su nombre, edad y condición básica. Al entrar, y en su dormitorio, hay que fijarse en las puertas del armario que comparten: también en este caso está detallada la información que debe conocer cualquier trabajador que le preste sus servicios al residente, y en todos los aspectos que conviene conocer, pero no con textos e informes tediosos, sino con iconos descriptivos: uno para expresar que necesita usar barandillas en la cama, otro para decir que siempre quiere quedarse durmiendo más tiempo, otro para indicar que habla y despierta a su compañero…, del mismo modo que al entrar en su baño, cada habitante tiene también personalizadas sus recomendaciones en otro cartel plastificado, como los anteriores, con sus necesidades de higiene y sus rasgos característicos. Toda la atención está personalizada a lo largo de todo el día, en todas las actividades, y hay constancia y pruebas de ello, no sólo para quien pueda visitarlos, sino para quien más interesa, los trabajadores que los atienden. El cliente es el rey. El más digno rey, el más respetado rey. El cliente es una persona integral, pese a su discapacidad. Y se lo merece todo.
“Elit Sensum”. Aula de los sentidos. Así reza, no en castellano, no en inglés, sino en latín, el letrero que nos abre la puerta de dos estancias similares, pero no idénticas, en las dos plantas que albergan a los residentes. Dentro de esas estancias cualquiera de nosotros pasaríamos una experiencia fantástica. En una mesa rectangular con estructura de hierro, articulada, elevable, y con barandillas abatibles en ambos lados, se encuentra una colchoneta plástica con un punto de agarre a la mesa, que es precisamente un desagüe como el de una bañera, y que la mesa dirige hacia abajo por una tubería oculta. Una vez encima de la colchoneta y tumbado boca arriba, las barandillas se suben, y así uno queda “anidado” en esa bañera plástica. El agua que le bañará a uno viene con un largo manguito de ducha desde la pared a sus pies, y alcanza el recorrido de todo su cuerpo. Es un modo de bañar a alguien que no puede mantenerse en pie en su ducha de la habitación. Pero no es un modo cualquiera. El encargado de la tarea no castiga su espalda agachándose para trabajar en una bañera convencional, en el suelo, sino que tiene a su “cliente” a la altura de su cintura, lo cual es ya una mejor forma de hacerlo, pero además, el cliente, tumbado boca arriba, mira al techo, y se lo encuentra decorado en toda su extensión con una inmensa fotografía de un entorno de la naturaleza relajante y hermoso, que, además, en su contorno, tiene un sistema de iluminación por pequeños puntos que cambian de color e intensidad a voluntad con un mando a distancia, de modo que proporcionan una experiencia sensorial añadida a la que le ofrece el agua tibia. Se acompaña también de un sonido o música relajante, y si la mirada se deja ir hacia las paredes, verá una decoración sutil de pájaros y textos escogidos para que toda la atmósfera contribuya a lo que convenga más: relajar, estimular, deleitarse con la higiene, en fin. Todo ello ha sido dispuesto por el director del centro.
¿Quién no querría estar en un lugar donde a uno lo atienden así?
Sólo me queda decir brevemente que, para llegar a esto, el director de la Residencia pone alma, corazón y vida. Y cerebro. El número de horas invertidas en la redacción de protocolos, planillas de control, cuadrantes de turnos, horarios, personal, informes de incidencias, necesidades, progresos, diagnósticos, evaluaciones, proyectos, acuerdos y negociaciones, es incontable, y está trufado siempre, desde el primer día de los 17 años que lleva haciéndolo, de imprevistos, cambios legislativos, visitas de inspección de diversos tipos, reuniones profesionales urgentes, etc. Cuando su espalda acusó por fin tanto peso de responsabilidad que se quebró y hubo de recibir atención médica y faltar a su puesto, su ausencia fue un vacío insalvable para todos los afectados, tanto residentes como trabajadores de la institución. El suyo es un trabajo digno de admiración, por resultados, por eficacia, por filosofía de la educación. Es pedagogo.