Acompaño estas reflexiones con un recorte del expediente de mis estudios de Pedagogía, hace ya 45 años, no por acreditar mi titulación universitaria (he seleccionado sólo la lista de materias, sin más información), sino porque quiero referirme a la formación inicial que yo obtuve, el momento en que esto sucedió, y la trayectoria que a mi entender ha experimentado la profesión de pedagogo en España desde entonces, y no veo mejor referencia que el fragmento de ese documento oficial, en el que encuentro la raíz del asunto.
Desde una perspectiva de historia de la Pedagogía en España, entendida como ciencia de la educación, tal vez no se hayan producido avances muy señalados en nuestro país, pero, si la cuestión se contempla desde el punto de vista del EJERCICIO DE LA PROFESIÓN, los cambios han sido notables.
El asunto me interesa para encontrar el camino de salida del, a mi juicio, laberinto de paradojas en el que está actualmente inmerso este profesional, y que afecta no sólo a lo que el entorno social entiende que es competencia de un pedagogo, sino incluso a la percepción que el pedagogo tiene de sí mismo. Cuando yo terminé mi licenciatura, la oferta de empleo para pedagogos en el mundo de la educación era casi nula, y la poquísima que había se orientaba exclusivamente a la docencia en centros privados, donde era imprescindible tener referencias y contactos. La alternativa pública (las Oposiciones) se restringía mucho más, porque para optar en Secundaria, si bien estábamos exentos del CAP que otros licenciados debían superar para habilitarse como docentes, en la práctica nuestra especialidad competía en enorme desventaja con cualquiera de las suyas, por cuanto sus licenciaturas tenían un reflejo directo en el currículo de la Educación Secundaria, mientras la pedagogía era sólo una ciencia que servía para “enseñar a aprender”. Y la docencia en Primaria no estaba mejor, como habría parecido lógico, en principio.
Para optar a la Oposición en Primaria la situación era ya entonces tan insólita como ahora: Si el lector se fija en el hecho de que para llegar a la licenciatura de Pedagogía era preciso pasar por todas las etapas no universitarias (hasta el COU), en las que el currículo era denso en contenidos, y la propia licenciatura aportaba conocimientos de didáctica general y especial, comprenderá que la capacitación real para ser profesor en Primaria para un Pedagogo ya era entonces evidente. Sin embargo, el PEDAGOGO no estaba ni está “habilitado oficialmente” como docente, de forma que se le considera formalmente no apto para enfrentar un aula con alumnos menores de 14 años. Para entrar al aula de un colegio público, ya entonces como ahora, había de obtener su especifico título de Magisterio, Profesor de E.G.B. o actualmente, de nuevo, Magisterio, de forma que es con ese título, de nivel inferior al que le ha hecho Pedagogo, con el que podía y puede hacer Oposiciones para después aplicar en la docencia su formación inicial como Pedagogo. A mí el camino de las Oposiciones nunca me interesó. No me gustaba el sistema escolar. Yo había sido víctima de ese sistema, y no quería participar en él. Sin embargo, sí me hice Profesora de E.G.B. y pude comprobar el sinsentido de la norma, al ver que prácticamente me convalidaron un 80% de las materias. Para ese viaje, no habían hecho falta tantas alforjas. 45 años después, el sinsentido continúa, y fortalece la idea a mi juicio equivocada y perniciosa, de que Pedagogía y Docencia son dos profesiones separadas en compartimentos, si no aislados, desde luego con escasa permeabilidad recíproca.
Y en esos tiempos, no había casi nada más.
Pero estaba ocurriendo algo importante en el entorno, algo que determinaría lo que al principio he denominado “laberinto de paradojas” y ahora podría calificar de “ceremonia de la confusión”: empezaban a hacerse ver en el mundo universitario primero, el sanitario después y el académico/docente por fin, otros profesionales que se subieron al carro de las reformas sucesivas en la NORMA EDUCATIVA LEGAL, primero estatal y luego autonómica: los PSICÓLOGOS. Con su panorama laboral aún incierto, acertaron a abrir brecha en el sector de la educación, desarrollaron su especialidad “psicología educativa” al amparo de nuevas teorías y movimientos de renovación pedagógica que removieron el mundo en los años 80 y 90, y desde el Ministerio de Educación finalmente desplegaron su influencia en el mundo docente, tanto privado como público. Nada que el lector no tenga a un palmo de su experiencia. (Debo decir aquí que muchos han creído durante años que aquellos psicólogos del Ministerio eran pedagogos, y todavía nos atribuyen fracasos educativos). El camino de la confusión comenzó así a mezclar en tareas idénticas a dos profesionales que en su formación inicial tenían materias equivalentes cuando no iguales: las relativas a la etapa de crecimiento y escolaridad del ser humano. Y lo que al principio era colaboración, con los roles definidos (los psicólogos en la función clínica, sanitaria, y los pedagogos en la gestión curricular) la norma legal quiso que se confundiera, con la creación del personaje formal del ORIENTADOR, y lo que estaba ya confuso se vino a complicar aún más, con la creación del GRADO EN PSICOPEDAGOGÍA, que alimentaba ese horno con la leña de nuevos universitarios especialistas en caminar sobre el filo de la navaja, siempre en riesgo de traicionarse a sí mismos si caían de cualquiera de los lados.
¿Cuál fue la reacción de los pedagogos ante este tsunami de confusión? Con la proliferación desde entonces de gabinetes y consultas, dirigidos casi siempre por psicólogos emprendedores, se les abrió un nuevo campo laboral: aportar su formación como colaboradores en la ingente tarea de apoyo a la enseñanza que se desplegó de la mano de un concepto necesario, pero a la vez mal entendido por el mundo docente y escolar: “la atención a la diversidad”. El ejemplo cundió, y nuevas legiones de graduados en “Ciencias de la Educación” emprendieron este mismo camino por su cuenta, aumentando la oferta de solución a cualquier problema que “el alumno” pudiera presentar en el objetivo de adaptación al sistema escolar y plena integración en el proceso educativo. Se habían valido de una formación inicial que los capacitaba para “competir” con los psicólogos, y lo hicieron. Aún lo hacen, y tratan legítimamente de ser reconocidos en ese rol. Ayudan a los alumnos que, por múltiples causas (¡ah, la omnipresente diversidad!) no pueden seguir el ritmo del “sistema educativo”, a integrarse en él. Además, desplegando especialidades y diversificando las estrategias, los pedagogos lograron también el suficiente prestigio como para ser apreciados en otros ámbitos educativos, como la formación de formadores en la empresa, la educación en el hospital, la prisión, la atención sociosanitaria a discapacitados…, ¿eh?, ¿qué acabo de decir? ¿sociosanitaria? No, no, no. Un pedagogo no puede atribuirse la atención sociosanitaria a un alumno con deficiencias auditivas que requiere logopedia para integrarse en el aula, o a otro que precisa de análisis de sus capacidades para la lecto-escritura con un diagnóstico preciso, ni siquiera uno que esté necesitado de ejercicio de la motricidad fina para (una vez más) adaptarse a la dinámica escolar, no, todo eso puede y debe saber hacerlo cualquier pedagogo, o no habrá cursado con provecho sus años de formación inicial, pero todo eso y más le estará reservado, bajo la etiqueta de atención sociosanitaria, al psicólogo, cuyo ámbito es exactamente ese en la legislación que compete al MINISTERIO DE TRABAJO y al de HACIENDA, en los que el pedagogo no sólo no tiene OTRO ámbito, sino que ni siquiera EXISTE. Entretanto, los psicólogos son la presencia prioritaria en el mundo de la Orientación Educativa.
Así que, en la actualidad, la ceremonia de la confusión es completa. No falta pieza: cada profesional, con la experiencia que le avala, pugna por defender su idoneidad en lo que hace, reclama el reconocimiento que se merece por la formación inicial y la permanente que no descuida, resultando así un enconado conflicto entre docentes, pedagogos y psicólogos acompañados por el resto de asistentes a la ceremonia educativa, y todos corean cuando les corresponde una música que suena desafinada desde no saben muy bien dónde, tocada por una orquesta de políticos y gobernantes que no acuden a la ceremonia, y no saben lo que sucede en ella, pero que han escrito la partitura. Los docentes temen que en la posible transformación del sistema educativo que ahora se plantea desde el Ministerio, y la anunciada evaluación del Profesorado, sea su cabeza la primera que ruede, y reaccionan a la defensiva con diatribas contra los pedagogos, los Pedagogos pugnan por hacerse con un hueco de identidad en el papel de Orientadores, los psicólogos pugnan por no dejarse desplazar y al tiempo se lamentan de la mala calidad del sistema educativo, los demás asistentes a la ceremonia tratan de alcanzar los pocos reconocimientos que se ofertan, y todos están cansados y desorientados. Mientras tanto, los alumnos, diversos, resisten y esperan…
He subrayado las materias de mi expediente que servían entonces y me sirvieron personalmente años después en mi práctica profesional, para señalar que en la titulación de Pedagogía hay una componente exclusiva de los pedagogos, que no figura en la formación inicial de los psicólogos, ni de los docentes de Primaria (sin formación en Historia o Filosofía de la Educación, o en Pedagogía comparada, por ejemplo) ni de los Graduados que acceden a Secundaria desde el Master que los habilita, y es la pedagogía para la docencia. Por mi experiencia me atrevo a decir que la adecuada gestión del currículo (en el sentido amplio que abarca contenidos, didáctica, objetivos, evaluación, organización de los espacios y tiempos, motivación emocional, cooperación multidisciplinar, organización de Centros, etc.) es la tabla de salvación a la que muchos docentes deberían aferrarse, sin menoscabo de su formación continua para mantenerse al día en sus especialidades iniciales, y somos los pedagogos quienes tenemos el salvavidas en nuestro bagaje formativo.
Todo lo dicho me conduce, a mi pesar, a la idea de que los pedagogos, si bien no somos culpables de nuestra imagen profesional en esa ceremonia de la confusión, somos sin duda responsables de cambiarla, particularmente en el marco de las “rivalidades” con docentes y psicólogos en el ámbito del sistema educativo. Creo sinceramente que nuestro enfoque para ese fin no puede ser el de vernos con la óptica del “apoyo a los alumnos para su integración”, sino el de la necesidad de “cambiar el sistema educativo” y asumir la diversidad como punto de partida, no como circunstancia adversa para el logro de la calidad educativa. Es necesaria más pedagogía para la docencia, tanto en las aulas de Primaria como en las de Secundaria, para que la aportación de los psicólogos sea menos necesaria cuando a un alumno se le presenta un escollo para su integración al sistema.
Y no quiero con este planteamiento restar un ápice a la fuerza de reivindicación necesaria para solicitar y reclamar al Ministerio de Trabajo, Hacienda, Ministerio de Educación, Consejerías autonómicas y cuantas instancias sea necesario, la equiparación de las condiciones laborales y profesionales de pedagogos y psicólogos (que ejercen funciones idénticas) y con ello liberar de una injusta carga a los colegas que ejercen en sus variados despachos el rol de “auxiliares para la integración en el sistema educativo y la gestión de la diversidad como riqueza individual de los alumnos”, sino favorecer la perspectiva de lo que nos permite ser profesiones distintas, especializadas desde su formación inicial, y merecedoras de reconocimiento por igual. Creo que, si los pedagogos nos reivindicamos tratando de emular a nuestros competidores, no sólo perderemos la batalla por disputarla en condiciones desiguales, sino que habremos perdido nuestra propia identidad profesional. Y esto no es aplicable sólo a los que optamos por la pedagogía para la docencia, que a mi juicio deberíamos identificarnos como técnicos superiores en el eje del sistema educativo (prefiero llamarlo sistema escolar), sino en los otros ámbitos que señalaba al principio, los que en algún momento han sido englobados bajo el término “pedagogía extramuros”: la empresa, la prisión, el hospital, la Editorial de textos curriculares, la Residencia… en fin, en el amplísimo campo de las Ciencias de la Educación. Prefiero llamarlo simplemente PEDAGOGÍA.
Nota: el editor de Word en línea no admite subrayado sobre imágenes, así que enumero las materias del expediente a las que me he referido:
Pedagogía general, Pedagogía experimental, Filosofía de la educación, Pedagogía diferencial, Historia de la educación, Didáctica General, Didáctica Especial, Didáctica de la expresión matemática y lingüística y Medios de comunicación social.